miércoles, 14 de noviembre de 2007

Té con Blanca


FINALISTA EN EL 2º CONCURSO DE RELATOS DE S. JOAN D'ESPÍ

Apoyada sobre el hombro de su marido, Ágata se siente adormecer. ¡Han envejecido juntos! Mira hacia atrás y le parece que todo ha pasado demasiado rápido. Su vida ha sido intensa. Han disfrutado de una vida larga y a pesar de todo feliz…
El reloj de madera que hay enfrente del sofá, la arranca de la duermevela. Suenan cuatro campanadas y mira el objeto que durante tantos años ha marcado el ritmo cotidiano de su vida. Las manecillas del reloj giran sin cesar, giran sin saber porque, y mientras van describiendo esa circunferencia marcada por números fijos, pasan los días, pasa la vida de forma insolente, de forma descarada. Sin pedir permiso, el ayer se convierte en presente, se convierte en un momento fugaz, etéreo, y en un instante se transforma en pasado, formando parte de un recuerdo.
Deja de filosofar con el reloj. Se prepara para el ritual de cada tarde, aunque hoy sufrirá un pequeño cambio. No puede dejar de pensar en su marido, en la casa, en su decisión, y no dará marcha atrás... La casa igual que ellos, ha sido testigo del tiempo vivido: faltan piezas en el tejado y a las paredes no les iría nada mal, una mano de pintura; el jardín que siempre ha sido la envidia de los vecinos, se ha convertido en una selva descontrolada; las malas hierbas y las enredaderas han ganado la partida a las flores que en un pasado, lucían sus estudiados colores en inmaculados parterres; pero ahora ya no le importa… En aquella casa los únicos objetos que se conservan intactos y que incluso se han revalorizado, son un juego de té y el cuadro que desde la pared, ilumina todo el salón. Su sobrina Alicia se hará cargo de todo, restaurará la casa y nada habrá cambiado...

Ágata nació en Londres y allí conoció a Luís, un pintor de otro país, de un país cálido, acariciado por el sol. Se enamoró del hombre, se enamoró de su obra y junto a él, cruzó el Atlántico. De Londres se llevó el recuerdo, se llevó unas costumbres que conservó durante toda su vida, y con ella viajó un juego de té que habían poseído todas las mujeres de la familia.
La joven pareja que iniciaba su vida con pocas cosas materiales y mucha ilusión, se instaló en una casa apartada de la ciudad. Era un caserón precioso y destartalado, envuelto por un jardín descuidado, con una fuente de piedra que custodiaban dos querubines. Ágata y Luís, viendo más allá del deterioro, imaginaron como quedaría aquella casa con su jardín cuidado, las paredes pintadas y ellos dos en el porche, sentados en sillones de mimbre y juntos… sin necesidad de hablar.
Luís se dedicó a lo que sabía hacer, que era también lo que le apasionaba: se dedicó a la pintura. Ágata construyó el paraíso que habían soñado en el jardín, controlaba la cuestión financiera y por las tardes sentada en el porche blanco, escribía relatos que quizás algún día enviaría a una editorial.
Dos años después de instalarse en su paraíso privado del Maresme, aumentó la familia. Tuvieron una niña de piel blanca y ojos azules como el mar protagonista de los oleos que llenaban la buhardilla. Juntos vieron crecer a Blanca, su única hija.
El tiempo convirtió a la niña en mujer, y marchó del hogar familiar. Estudió medicina en Barcelona. Blanca era inquieta y su ansia de aventura impidió que construyera como sus padres un nido donde reposar. La necesidad de ayudar a los más desfavorecidos, la llevó a países lejanos, donde decía a sus padres que podía ejercer su profesión en toda la esencia. Luís se preocupaba en voz alta, su mujer en silencio. Lo calmaba siempre con la misma frase: cada cual ha de recorrer su camino. Ella también se quería convencer.
Aunque Blanca estuviera lejos, su rostro y esencia eran parte de la casa. Su retrato colgaba de una pared del salón, encima de la chimenea y desde aquel lugar privilegiado sonreía a sus padres. Compartía con ellos cada tarde el ritual del té, ritual que Ágata mantenía de forma fiel.

Son más de las cuatro. Ágata mira por la ventana y comprueba que el sol con su pereza habitual y cíclica, ha dado permiso a la entrada de la tarde. Consigue levantar sus pesados huesos del sofá y se dispone a sacar del aparador del salón, el juego de porcelana. Abre las puertas de cristal y con la tetera en la mano se siente más cerca de su infancia. Es como si pudiera viajar en el tiempo y recuerda a su madre, a sus hermanas. Vuelve a ser una niña peinada con largas trenzas y con la punta de la nariz manchada. Cada taza lleva el dibujo de una flor y cada hermana tenia la suya. Una de las tazas lleva dibujado un girasol, es su taza preferida y tuvo que imponerse a sus hermanas. Todas querían tomar el té con leche, en la taza que llevaba pintada la flor que asociaban al verano, al sol, a la luz. Pero Ágata ganó la batalla, por algo era la mayor. Se escribe regularmente con sus dos hermanas, pero la distancia es un abismo. Cuando te has convertido en una anciana, la distancia es una barrera infranqueable. Alicia la hija de su hermana pequeña, es la única persona de la familia que ve con regularidad. Vive en Barcelona y cuando sus viajes de trabajo se lo permiten, nunca pierde la oportunidad de visitar a los tíos.

Ágata pone el agua a hervir y sonríe al recordar a Luís. Se burlaba de sus costumbres, eso sí, cuando era capaz de burlarse; cuando se enteraba de lo que hacían los demás, cuando se enteraba de que hacía él. Ella respondía siempre lo mismo: las costumbres son importantes, dan sentido a la vida, le dan personalidad a la rutina. Estaba convencida de ello.
Lleva tiempo viviendo en un mar de dudas, pero ahora está convencida de lo que va a hacer. Su educación religiosa ha evitado que actuara antes. Lo que piensa hacer está en contradicción con su fe, pero ya no le importa... Gracias a su fe, se mantuvo entera cuando Blanca desapareció de sus vidas, pero aquella vez sin retorno. Un accidente muy lejos del hogar, en uno de aquellos países castigados por la guerra y el hambre, la convirtió en el retrato eternamente joven que su padre reflejó en el óleo del salón.
Ágata conservó la mente clara, consiguió construir una fachada rígida que ocultaba un caos interior. La tristeza que cada mañana le dificultaba abandonar la cama, la combatía pensando en Luís. Ágata deseaba dormir, dormir y no pensar, dormir y no sufrir. Pero su marido la necesitaba. Se convirtió en un ser inanimado: dejó de comer, dejó de pintar, dejó de vivir. Nunca había dejado de querer a ese hombre que tenía a su lado y luchó por él. Cada mañana descorría los cortinajes de la habitación, dejaba entrar el sol en la casa. Bajaba a la cocina y le preparaba el desayuno. Lo acompañaba a la cama y le hacía tomar sus cápsulas de diferentes colores: La amarilla para la tensión, la roja para la depresión, la verde pequeña para dormir. La química, la constancia y el amor, obtuvieron su objetivo, y Luís parecía superar la depresión.
Ágata lo había conseguido, su marido estaba mejor pero ahora era ella la que no se encontraba bien. Todo lo que hacía se convertía en un esfuerzo. La tristeza disimulada de aquel adiós, estaba haciendo estragos en su cuerpo y el corazón se le rompió... Decían los médicos que la causa de sus molestias, era una válvula calcificada, una insuficiencia cardiaca, ¿qué sabían ellos?... No discutiría tecnicismos que ni entendía ni compartía.
La mejoría fue un espejismo y Luís no tardó en empeorar. Se le acentuó un temblor en las manos. Dejó poco a poco de pintar, hasta que sus dibujos se convirtieron en burdos garabatos. Los médicos diagnosticaron esta vez un Parkinson. Nuevos fármacos parecía que lo aliviaban, pero con el tiempo dejaban de ser efectivos. La rigidez iba ganando terreno a un cuerpo, que había sido todo lo contrario a la realidad que estaba sentada en el sofá. Con el tiempo, la enfermedad degeneró en demencia. La farmacia abandonó de forma insidiosa toda su efectividad y Luís fue desconectando lentamente de la vida: No sabía dónde estaba. Se olvidó del porqué. Se olvidó del para qué. Dejó de saber quien era. Sólo conocía a Ágata y sólo esbozaba algo parecido a una sonrisa, cuando oía la voz de su mujer.
La vida de Ágata tiene fecha de caducidad. El cardiólogo dijo que su corazón no soportaría una nueva operación. La medicación no evitaba el edema ni su hambre de aire. Sólo el amor a su marido conseguía hacerla seguir en pie. Pero todo tiene un final y ella sabe que le queda poco. ¿Que haría Luís sin ella? Su mente clara busca una solución. Sólo ve ante ella dos posibles caminos. Uno de ellos pasa por vender la casa, la casa que lleva impregnada en todos los rincones el recuerdo de su hija y con ese dinero podría pagar una residencia hasta que Luís se reuniera con ellas. ¿Quién viviría en su casa? ¿Respetarían los objetos que llevaban el recuerdo de su hija, de su marido, de ella? Ágata cree firmemente que algún día, volverán a estar juntos: Luís liberado de la rigidez de su cuerpo y cerca estará Blanca, con su alegría, con su presencia, pero… fuera del cuadro. Hay otra alternativa, y con ella el cuadro de su hija, seguirá colgado en el salón…Confía en su sobrina Alicia.

El agua hierve en el fuego y Ágata prepara el último té, esta vez con mucho amor y con una fuerte dosis de química… Se sienta junto a Luís en el sofá del salón. Le acerca suavemente a los labios, la taza que él ya no puede sostener con las manos. Se sirve el suyo con leche desnatada, como es habitual, y en su taza con el dibujo del girasol.
El reloj de pared toca seis campanadas. Ágata recoge la mesa auxiliar. Lava y seca las tazas con suavidad. Las guarda en el aparador Victoriano, y se acomoda junto al cuerpo que tanto ha deseado y que últimamente cuida como a un bebé. Siente su calor. Apoya la cabeza en su hombro y ambos entran en un sueño dulce que Blanca contempla con una sonrisa, a través del cuadro colgado en el salón.

Alicia cruza el jardín. Acaricia el querubín que custodia la fuente y entra en una casa llena de recuerdos. Se sienta en el sofá del salón y la envuelve un silencio tan solo roto por el tenue sonido de las manecillas de un reloj.
Mañana volverá con el interiorista y decidirán sobre las mejoras que piensa hacer en la casa. Está decidida a montar su despacho en el salón, cerca del cuadro de su prima Blanca y desde luego, no piensa prescindir del hermoso aparador victoriano que hay al lado de la chimenea.



3 comentarios:

Rosa-Maria Torrent dijo...

Te felicito por poner sobre la mesa, con la honestidad y la sensibilidad que sueles imprimir en tus relatos, un tema duro. Nos haces mirar cara a cara una realidad que tendemos a rehuir, de la misma forma que, de forma implícita, haces que nos preguntemos por enésima vez si una decisión de ese tipo es un acto de valentía o de cobardía. Hay división de opiniones, como en todo. En cualquier caso es indudable que, en la historia que nos cuentas, se trata de un acto meditado y por tanto humano. Sigue poniéndonos, de tanto en tanto, en un brete, querida Griselda. Gracias, escritora.

SAGITAS E. POTTER BLUE dijo...

He leído el relato y me he emocionado tanto que me han entrado ganas de llorar. He recordado "Mar adentro", un caso parecido del gallego parapléjico... Este es un relato crudo sobre una realidad de la que la legislación debería hacerse eco, la eutanasia... Creo que le has dado el toque humano que le falta a las leyes... Relatos como éste deberían leerse en los tribunales cuando juzgan a alguien por querer morirse o cuando critican a tal persona por haber matado a un familiar que no se podía defender por sí mismo...
Tu relato es claro, conciso, sencillo, de palabras fáciles de entender...
Es mi primera lectura de tu forma de escribir y me gusta.
Prometo seguir tu pista...

Unknown dijo...

Sorprendido por tu franqueza y profundidad seguire este tu blog.
Saludos Antonio