lunes, 23 de noviembre de 2009

La compostura se quedó en casa





Maquillaje perfecto. Dientes blancos destellantes. Zapatos, bolso y cinturón, siempre del mismo color. Voz contenida que a menudo se intercala con risas de soprano o de gallina feliz como si acabara de poner un enorme huevo, envidia del gallinero que se contagia con la alegría y estalla en un coro de carcajadas cuando Carla inicia sus risotadas explosivas.
Es la imagen del equilibrio. Nunca la he visto perder esa compostura que parece ser, la otra tarde se quedó en casa, sin darle tiempo ni a ponerse unos zapatos.

Las niñas tenían fiebre y la más pequeña unas placas de pus rebeldes al antibiótico que no hacía efecto por ser vomitado solo al contactar con su pequeño cuello. “Llamaré a la enfermera del piso de arriba, que le ponga un antibiótico pinchado y asunto solucionado”, pensó la madre, y el pequeño glúteo de la niña, fue enseguida traspasado por la aguja que le proporcionaría el tratamiento redentor.
Salía la enfermera curadora por la puerta cuando se escucharon gritos de la abuela. Carla, en bata de color rosa, zapatillas del mismo color y el pelo recogido con unos pasadores cobrizos, se dirige como un corredor de fondo hacia la salita, escenario de donde parten los chillidos.

La niña parecía una muñeca desarticulada. Los ojos en blanco, cuerpo inerte. “Mi niña, ni niña, que se muere”, gritó Carla, estirándose del pelo y como madre decidida, salió corriendo a la calle.

En bata y zapatillas, sin pasadores en el pelo que se cayeron con el disgusto y gritando: “mi niña se muere”, recorrió las calles que separaban su dúplex del centro de urgencias.
Atravesó como un torpedo la plaza Cataluña y lo más curioso, sin perder las zapatillas que no eran ergonómicas y no tenían sujeción en el tobillo. Tres niños que estaban cambiando cromos de la liga de fútbol, la vieron cruzar la plaza. Abrieron los ojos extrañados, pero siguieron a lo suyo.

Llegó al centro coordinador, abrió las puertas de cristal. Se apoyó en la pared tan solo un segundo, para tomar aire y convertirlo en un potente grito: “Mi hija, mi pequeña se muere. Un médico”.
Dos doctoras salieron corriendo de sus consultas. La administrativa casi salta del mostrador. Una enfermera ya estaba preparada con el instrumento de resucitar.
—Tranquila señora. ¿Y la niña?
Carla se da cuenta de que la niña se había quedado en casa.

Inicia una nueva carrera. Esta vez a la inversa. Cruza la Vía de San Ildefonso. Llega a plaza Cataluña. Vuelve a pasar delante de los tres niños que están sentados en un banco y escucha una voz que le dice: “señora la niña está con sus padres. La están buscando”
Carla no pierde el tiempo en agradecer la información. La vida a veces depende de segundos y ella, ha perdido muchos. Se dirige a casa sin perder el ritmo de la maratón, conteniendo el aire.

Sube las escaleras y llega a la vivienda. No hay nadie.
Se tira en el sofá llorando desconsolada.

En unos minutos, escucha el sonido de las llaves abriendo la puerta. El miedo le impide abrir los ojos. Su vida no tiene sentido tras la pérdida de un hijo.
Oye las voces de la abuela, del abuelo y de su hija mayor… y risas. Escucha risas.

Levanta el rostro que tiene chafado contra el almohadón a cuadritos que hay en el sofá y con lo ojos teñidos de negro por el rimel escampado, observa a su niña pequeña que sonríe.
En brazos de la abuela y distraída con un sonajero que hace girar, balbucea: “ma, ma, ma”.
—Unos niños que estaban en la plaza nos han avisado que corrías para casa. —le dice la abuela.

Carla, catatónica, desmelenada, sin pasadores, sin zapatillas ergonómicas que ha perdido en la carrera de vuelta, reacciona y recupera la serenidad. Toma a la niña entre sus brazos, le besa a cara y se la deja emborronada con los restos del rimel.

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